domingo, 17 de junio de 2007

Crónica de una madrugada chilanga
Publicado en Milenio Diario el miercoles 13 de junio de 2007

El sábado fui a casa de un amigo a celebrar su cumpleaños. Llegué, a eso de las diez de la noche, a su departamento en Polanco y, como era tarde, no fue difícil encontrar lugar para dejar el coche en la calle, teniendo buen cuidado de no estorbar ninguna entrada.
En cuanto me bajé del coche, se me apareció el portero de un edificio vecino para decirme que no podía estacionarme ahí, que ese era el lugar de una camioneta. Intenté ser amable y le contesté que, puesto que no tapaba ninguna entrada, tenía todo el derecho de ocupar ese lugar. No sirvió de nada, él se limitaba a repetir que ese era el lugar de la camioneta. Entendiendo que la lógica no serviría de nada, decidí parar la discusión y subir a casa de mi amigo.
A eso de las cuatro de la mañana, les di un aventón a dos amigos, que viven en el sur de la ciudad, a un sitio de taxis porque, cada vez que han ido a Polanco en los últimos meses, los ha parado alguna patrulla que, con cualquier pretexto, les saca una mordida. Ya prefieren circular en taxi.
Dicho y hecho: a los cinco minutos de haber arrancado, se nos emparejó una patrulla, sin luces, para decirnos que teníamos una llanta ponchada y que no podíamos circular así. El portero había cumplido su amenaza.
Mis amigos se quedaron en el sitio de taxis y mi hermana y yo nos dirigimos hacia la gasolinera más cercana para ponerle aire a la llanta y poder, al menos, llegar a nuestra casa.
Pero, como para los patrulleros no puede haber un manjar más suculento que dos mujeres solas circulando a las cuatro de la mañana, reiniciaron su acecho.
Nos pararon, nos repitieron que no podíamos circular con la llanta ponchada y que, además, teníamos aliento alcohólico y nos tendrían que remitir al MP. Como ni estábamos borrachas ni habíamos cometido ninguna infracción, pudimos razonar con el policía y explicarle que no circulábamos así porque quisiéramos, y que estábamos intentando llegar a la gasolinera para solucionar el problema.
Después de varios minutos, en que tuvimos que soplar y soportar amenazas veladas, a los policías, muertos de coraje, no les quedó de otra más que dejarnos ir.
Llegamos a las cinco de la mañana, con una llanta ponchada y un encuentro por demás desagradable con la autoridad, y yo me pregunto: ¿Que nos queda a los ciudadanos? ¿Resignarnos a no salir? ¿Circular en taxis, de sitio claro, que cuestan un ojo de la cara? ¿O aceptar que en cada salida nos la jugamos?
Ni modo, aquí nos tocó vivir ¡Y pensar que el sueldo de ese policía sale de mis impuestos!

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